Marruecos'17: Merzouga - Zagora
Día 5: Merzouga - Zagora
A quien madruga, Dios le apoya. O eso espero... Este es el mantra que me repito en bucle, una vez levantado, por no citar en verso una retahíla de improperios hacia mi inteligencia.
Tal era el cansancio acumulado y la fastuosidad de la cama, que con tantas ganas me metí que casi no duermo. A riesgo incluso, de no poder averiguar una cosilla que me rondaba la cabeza: Al igual que sentía curiosidad por ver el cielo estrellado aquí, también tenía la duda de como sería el silencio de una noche en medio del desierto. ─En la noche el sonido se amplifica, pero estás en lo más cercano a la nada... ¿el silencio se amplifica?─
Pajas mentales aparte, enseguida te saco de dudas: el silencio de una noche en el desierto es similar al de los ladridos intermitentes de un par de perros exaltados por la fiesta que tienen montada en el complejo turístico de al lado, a, quizá, unos 3 o 4 kilómetros de allí, pero como no hay nada entremedias, pues como si estuviesen en la misma ventana de mi haima.
Además, como puse la alarma del teléfono una hora antes de lo previsto, unido a que esta noche hay cambio de hora, unido a la hora de menos del uso horario Marroquí, unido a que por llevar el modo avión no se había actualizado automáticamente dicha hora ─o eso pienso─, pues como resultado acabo levantándome a las 5 de la mañana hora zulú. Sin embargo, con el jolgorio de fuera, no noto nada extraño en un primer momento.
Además, como puse la alarma del teléfono una hora antes de lo previsto, unido a que esta noche hay cambio de hora, unido a la hora de menos del uso horario Marroquí, unido a que por llevar el modo avión no se había actualizado automáticamente dicha hora ─o eso pienso─, pues como resultado acabo levantándome a las 5 de la mañana hora zulú. Sin embargo, con el jolgorio de fuera, no noto nada extraño en un primer momento.
Es cuando salgo «a la calle» y me encuentro inmerso en una noche cerrada cuando, «a quién madruga, Dios le apoya. O eso espero...»
Linterna en mano, me adentro en la zona de dunas «del jardín». Del fondo sigue llegando la algarabía del grupo vecino, que ya llevan un buen rato de ascenso a la cumbre de la mayor duna que hay por los alrededores. Si no fuera por el porculo que dan, el silencio sería sepulcral.
Advierto entre la penumbra una figura humana que se acerca sigilosamente hacia mí de entre las dunas. Lleva chilaba, por lo que descarto que alguno de los míos venga de meditar del mar de arena. A una distancia prudencial, intercambiamos un buenos días «ei» y cada uno continúa a lo suyo, yo con mi cámara y este señor a unos metros merodeando por allí.
Al cabo de unos minutos aparece Manel a mi espalda y se fija en el autóctono. Él si está mas viajado y se acerca a charlar con él.
Cuando estamos todos los que hemos acudido a presenciar el amanecer, sin duda se convierte en el maestro de ceremonias, haciéndonos fotos con su turbante, escribiendo en la arena la traducción en árabe de las frases que le indicamos, etc. A cambio, al finalizar, Manel le regalía una camiseta y una propina por su compañía.
La luz del día descorre el telón y acaba con la magia. Después de todo, la civilización está a la vuelta de la esquina, en forma de edificaciones desperdigadas por los alrededores, pero una cama cómoda y una ducha decente tiene sus recargos. No es lo romántico que esperaba, pero merece la pena.
Hasta la hora de salida, disponemos de un tiempo de esparcimiento que cada uno lo aprovecha a su manera. Unos hacen fotos, otros se sientan al fresco, y otros, aprendemos a ponernos delante de la cámara...
Volvemos la espalda a la arena y regresamos de nuevo a la kasbah de Alí el cojo, que hay que pagar todo esto. Aunque eso sí, saliendo por la puerta grande.
Resulta que hoy pasa por aquí uno de los numerosos raids que se celebran en esta zona, y aprovecho para posar ante el camión de asistencia de un equipo español que se hospeda aquí.
Tras las gestiones, deshacemos el camino varias veces hecho en estos últimos días, volviendo hacia Rissani y su puerta del desierto.
Nos dirigimos al sureste, por la carretera que nos adentrará en el Marruecos del sur, donde las edificaciones de adobe y barro vuelven a hacerse características del paisaje.
Paisaje salpicado ahora apenas por matojos ralos y como única vegetación consistente, desperdigadas acacias moteando el horizonte. -De hecho, apuesto que son las primeras que veo-.
Al fondo vuelve a brillar el magnífico Atlas, y la absoluta NADA nos espera hasta prácticamente Zagora donde acabaremos la jornada.
Salvo por alguna que otra barbaridad al volante de nuestros vecinos, unos dromedarios en libertad pastando al lado de la carretera y la espectacularidad de un pequeño tornado,
lo que hasta no hace mucho era considerado un viaje con mayúsculas por la peligrosidad y dificultad, con el buen estado de la carretera ahora es un bonito paseo por un lugar inhóspito
Aún se conserva al lado de la flamante carretera el antiguo camino de polvo que cruzaba el djebel y atravesaba la hamada haciendo de este camino una verdadera aventura.
De vez en cuando, hay que mirar atrás.
Justo en el momento en el que empiezo a estar harto de la ruta, comienzo a necesitar gasolina y descanso, llegamos al palmeral de Zagora.
El riad podría considerarse un oasis paradisíaco en contraste con el recorrido hasta llegar aquí.
Situado en un palmeral anejo al curso del río Draa, es un complejo de chozas individuales, en el que la vegetación hace una delicia la estancia.
Llegamos inusualmente temprano para lo que venía pasando los anteriores días. Es media tarde, y algunos no dudan en catar la piscina -es 1 de noviembre-.
Antes de cenar, damos una vuelta por la ciudad a dar cuenta de los venerados dulces marroquíes -pastas con frutos secos y miel-, y un omnipresente té. Ya que turísticamente, lamentablemente esta población apenas ofrece nada.
De vuelta al riad, ya de noche disfrutamos de una merecida cena. Aunque algo no vaya de nuevo bien en mi cuerpecico. Pero esto será para la próxima crónica.
Puede continuar el viaje:
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